jueves, 15 de mayo de 2008

Relictos

Hacía mucho tiempo que no veía las sabinas, tanto que casi había olvidado la silueta perfectamente perfilada, como surgida de la topiaria de un virtuoso jardinero. Conos casi geométricamente perfectos, diseminados en la ladera de la montaña, de un verde oscuro, casi negro a pesar de la luz reflejada de un cielo encapotado, arriba del cual, muy arriba, seguía luciendo el sol.

Me gustó volver a verlas. Sonreí, excitada, aun antes de que el nombre, sabina, me viniera a la punta de la lengua. “Pero son, esto son…”, decía. “Sabinas”, contestó una voz situada tras de mí. Entonces busqué a mi alrededor el enebro, el quejigo, el carballo, el serval, porque sabía que tenían que estar por allí. Reconocí algunos a simple vista, y me encantó. En otros, necesité que un apuntador más experto me “soplara” la respuesta. Por allí asomaban también rosados brezos, genistas, el espectacular espino alvar, ahora en plena floración... Los citisus amarillos los habíamos encontrado durante todo el camino y los encontraríamos aún mucho más al norte, igual que las encinas. Y sauces, muchos sauces.

Estábamos en la zona de Los Barrios de Luna, dentro de una comarca maravillosa, la de Babia, que os recomiendo conocer. Lo de “estar en Babia”, estar en el cielo, se decía de los antiguos reyes leoneses, los Ramiros, los Ordoños o los Bermudos, que dejaban sus tareas de gobierno para perderse en este paraíso, en busca de la caza, del buen yantar, del buen yacer y del mejor joder.

Yo conocí esa tierra de la mano (es un decir) de un gran especialista en geografía, que habla como los ángeles y conoce el terreno como la palma de su mano y se orienta por el olfato. Me enseñó a vislumbrar los secretos que alberga la toponimia, a reconocer la mano del hombre en el paisaje. Hablaba de lejanas intervenciones que cambiaron la faz de las tierras y los montes. Describía cómo las rutas que los hombres han transitado durante milenios (por ejemplo, la Ruta de la Plata) las abrieron las manadas salvajes, que atravesaban los pasos de montañas y los vados de los ríos, transhumando de norte a sur en busca de pastos. Me enseñó, en suma, a articular mi percepción de lo exterior, a interpretar lo que desde tan niña ya me impresionaba, y que sin embargo no me interesó estudiar desde una perspectiva fragmentaria (léase “botánica”, por ejemplo).

Ahora, no. Ahora íbamos un grupo de amigos, diecisiete, que habíamos alquilado un autobús inmenso para hacernos una jartá de kilómetros, el fin de semana pasado. El objetivo era ir a comer marisco a Ribadesella y luego subir hasta Picos a tomar un cocido montañés. Pero, en el medio, puesto que todos los hombres del grupo son biólogos (unos de bata, otros de bota, y otros de lo que cae), nos dimos un paseo naturalista de los que marcan hito.

El primer día del viaje (el que os cuento), llovió como si en el mundo no hubiera otra cosa que un cielo que tiene que descargar. No nos importó demasiado, porque la luz era maravillosa, la temperatura buena, y nosotros llevábamos botas para la lluvia y caminábamos guarnecidos por chubasqueros y paraguas.

El río Luna circulaba cargado, rápido, tumultuoso, a veces, a punto de inundar las pequeñas vegas que se han ido formando a su alrededor.

Un poco antes de comer, pasamos por un pueblo que se llama “Villa Feliz”. Después subimos por un puerto espectacular, el Puerto Ventana. Y ahí se extiende un hayedo enorme, inmenso, un hayedo verde, juvenil por las hojas casi adolescentes que formaban las estilizadas copas, extrañamente antiguo por las barbas de líquenes que poblaban los troncos… Un hayedo de leyenda, en el que te parece que va a salir en cualquier momento un gnomo, un elfo, y te va a conceder el deseo que llevas más oculto en el corazón.

La zona es atravesada por un desfiladero, el del río Páramo. Entre ambas laderas, las hayas formaban una especie de dosel resplandeciente, y el autobús pasaba por debajo, rozándolo a veces con el techo. La lluvia caía incesante. Cada pocos metros, descendían torrenteras cargadas de un agua poderosa, que a veces se despeñaba formando auténticas cascadas y se arremolinaba en arroyos que vertían hacía el río.

Caminamos largo trecho bajo esa arcada extraordinaria: “Ahí está, recién estrenado para todos nosotros. Como si nadie lo hubiera visto, hasta que lo vimos con nuestros ojos”, dijo una mujer a mi lado.

De nuevo en el autobús. Al subir nos internamos en una nube, y seguimos trepando dentro de ella hasta alcanzar la cima. Fue inútil parar en el mirador: las masas de vapor de agua lo cubrían todo, como cuando se mira desde un avión.

En la tarde cruzamos muchos ríos, a punto de desbordarse, no se cuántos. Y luego el Sella, que arrastraba troncos, maderos, arbustos, y bajaba irresistible con aguas color de chocolate.

Ya era casi de noche, al llegar a Ribadesella. No pudimos acabar con la mariscada pantagruélica, regada con buen alvariño. Comí por primera vez “ericios”, que no me gustaron porque me supieron a medicina. Las otras cosas, llenas de patas y de pinzas y de valvas y de conchas y de tentáculos, pues estaban ricas.

Más allá de las dos, cuando pasábamos por el puerto, la lluvia había cesado. Todo se puso en calma. Por un instante, todo fue como un silencio que respirara: “La noche se puso íntima, como una pequeña plaza”, me dije. Pero no se lo dije a nadie, o tal vez sí, pero sólo a uno, y muy bajito.

El día amaneció apoteósico. El balcón se abría a la primera línea de playa. El sol calentaba las arenas y secaba los restos oscuros que la resaca había dejado en las orillas. Aprovechamos para dar un paseo largo, por si luego, en la montaña, el tiempo se complicaba.

Otro desfiladero importante, el de la Hermida, que recorro con cierta frecuencia. Nuevas torrenteras que se precipitan desde las alturas, y el Deva cargado hasta reventar. Como siempre, el paisaje santanderino te deja sin aliento. Vinos y cañas en Potes. Comida en el Oso de Cosgaya (recuerdo de otras comidas en ese mismo lugar, con otras pandillas, con otros amigos, una vez con mi hermana, tan poco aficionada como ella es al Norte), aunque yo no me atreví ni con el cocido lebaniego ni con el cocido montañés. Cerezos cargados de guindas, higueras cargadas de higos que pronto madurarán, árboles y plantas por todas partes…

Y subida por el telesférico. Y paseo por los Picos, las cumbres cargadas de nieve a nuestro alrededor… Y vuelta por el puerto de San Glorio, por el que yo no había bajado nunca… Y llegada a casa a las tantas de la madrugada. Y curro a las 8 al día siguiente…

Como decía el grito desgarrado que vimos pintado en una tapia cercana a Villa Feliz:

“¡Euribor, hijo de puta!”

6 comentarios:

UnaExcusa dijo...

"Por un instante, todo fue como un silencio que respirara: “La noche se puso íntima, como una pequeña plaza”, me dije. Pero no se lo dije a nadie, o tal vez sí, pero sólo a uno, y muy bajito".

Qué envidia me das a veces...

alelo dijo...

Casi todo lo que relatas es de cuento de hadas. Entran ganas de ir, por lo menos para terminar con el cocido montañés que dejaste.

Y digo casi todo porque la última frase no es de cuento. Es una triste realidad que yo digo también con los de Villa Feliz: Euribor, hideputa.

alelo dijo...

Yo tengo una sabina en mi pequeño jardín. Hasta hoy no sabía que ese árbol que crecía "esparramao" se llamaba así. He tenido que consultar al Señor Gugel, que amablemente me ha confirmado con una ilustración que lo que yo tenía era una sabina y no un pino "aplastao".

¡Qué incultura, mae mía!

Quebienmesuenatunombre dijo...

Hola. Un muy buen relato montañés. Se parece a los que escribía un tal José Maria de Pereda, creo que se llamaba.
Pero, eso de pasar por hondos cauces, torrenteras en cascada y rios a punto de desbordarse, sin que entre el acojone, me parece que es una virtud que posee Luc, Tup, and, Cool. Porque yo, de sólo leerla me entra eso.
Pero, estando tan bien descrito el paisaje, pienso que lo bueno es vivirlo, respirarlo y comerlo, porque esos cocidos montañeses, esos platos típicos de Ribadesella, son puro paisaje. Este, en el norte que linda con el Cantábrico, no sólo esta en el exterior, en la naturaleza, sino en los típicos restaurantes con solera de toda la vida, metidos por esas calles de fachadas de piedras de mármoles y calzadas y aceras también.
Por aqui, por mi zona, el levante, existe una planta endémica, que procede del norte de África: la Sabina Mora, que se encuentra protegida.
Un saludo.

Luc, Tupp and Cool dijo...

:) Unaexcusa, fue sólo por una cuestión de confianza. Quizá en otro momento lo habría dicho para más oídos.

Alelo, si vas alguna vez a comer por esa zona, echa un vistazo a las raciones. Con lo que ponen para uno, comen dos y hasta tres. ¡Qué suerte lo de la sabina! ¿Cómo ha llegado a tu jardín?

Jack, las aguas corrían muy rápidas. Pero estábamos en valles profundos, y los ríos tienen el recorrido muy marcado, no como en Levante, que la llanura de inundación suele ser mucho más amplia. Uno de mis amigos me habló de la sabina mora, que no conozco. Ahora que lo pienso, ¿es ese árbol que se ve en los calizales murcianos? En ese caso, sí sé cuál es. De pequeña, siempre sabía que el fin del viaje estaba próximo, cuando veía esos paisajes casi lunares y las manchas oscuras en las laderas. ¿Son esos?


Y a los tragones... No me atreví con el cocido, pensando en que tenía que viajar por todas las curvas de San Glorio y a lo mejor me ponía mareona (lo que casi, casi, sucedió). Pero me comí unos bocartes fresquitos, fresquitos. Y una merluza del Cantábrico de esas que ni piensas en el anisakis ni nada...

:)

alelo dijo...

¡Qué suerte lo de la sabina! ¿Cómo ha llegado a tu jardín?

¡Cómo lo voy a saber si no sabía ni que era una sabina?

No lo sé o no me acuerdo. Creo que la compré en una maceta porque me hizo gracia su forma de crecer. LLeva conmigo siete años y se ha hecho tan grande (para el tamaño del jardín) que a veces impide el paso, pero me sigue cayendo bien y la mantengo tal cual.