lunes, 31 de marzo de 2008

Homicidio

Ya estoy despierta. No he matado a nadie. No tengo que preocuparme por nada. No tengo que llamar a la policía, ni hacerlo antes de que el cadáver empiece a oler. Ni siquiera tengo que escoger uno de los “menús semanales” de entre las páginas de un libro de cocina amarillento y medio desencuadernado… Fue sólo un sueño. Es mejor despertarse ya.

Sí. Esos fueron mis primeros pensamientos cuando desperté hoy.

Los olvidé mientras levantaba las persianas y abría la puerta de la terraza para que entrara el aire fresco. Mientras trasteaba por el baño, me hacía el primer “lavado del gato” y atusaba el cabello revuelto. Mientras me movía, un poco abotargada aún, por la cocina, preparando un zumo de naranja, un café expreso y una tostada. Mientras ponía los platillos, la taza y los cubiertos que utilizo en los desayunos. Mientras colocaba en el centro de la mesa la tabla giratoria con el azucarero, el tarro de margarina, la mermelada, la jarra de café humeante, la jarrita de leche caliente…

Los recordé al segundo o tercer mordisco de tostada crujiente, al tercer o cuarto sorbo de café. Entonces, me vino a la mente la imagen de una de esas fuentes de plata rectangulares, con tapadera, que contienen riñones al jerez, huevos revueltos o cualquiera de esas cosas que supuestamente desayunan los hacendados ingleses y sus invitados.

Y recordé el sueño: Yo mataba a alguien. A un hombre mayor, fuerte, poderoso, quizá algo grueso… A un hombre que quería imponerme algo y utilizaba un último argumento: la violencia física. Yo estaba de pie; él, sentado. Le arrebaté el arma y le golpee, antes de que él me golpeara a mí. Sin saña. Sin odio. Sin remordimientos. Sin que se me desbocara el corazón. Le golpee y él murió. Quedó semi incorporado en el asiento. En la pared había salpicaduras de sangre.







Estábamos en algo parecido a un compartimiento de tren de los años cuarenta, como el que se ve tantas veces en las películas. Salí, cerré la puerta y bajé por las escaleras.

Cosas de los sueños, en realidad aquello era una de esas casas de la campiña inglesa en las que siempre hay muchos invitados. Entré en el comedor de los desayunos, a la izquierda de la escalera. No había nadie, excepto dos sirvientes, que recogían los restos de la mesa, porque era bastante tarde.

Sobre el aparador estaban las jarras y bandejas habituales. Entre otras, una fuente de plata, rectangular, con una tapadera reluciente. Levanté la tapa para ver qué contenía. Estaba vacía. Podía ver el fondo, en el que aún quedaba un resto del agua que, a modo de baño maría, se usa para mantener caliente el contenido. Observe que también había gotas de sangre, rodeadas por un cerco de sanguaza, como islas en el agua clara.

Pedí explicaciones a uno de los sirvientes –por eso deduzco que aquella era mi casa, y, ellos. personas que trabajaban para mí– por aquel descuido imperdonable: Una fuente de servir, con agua sanguinolenta en el fondo. Con total indiferencia, uno de ellos me contestó que eso no era de su competencia, sino de otro empleado, ante el que yo debería mostrar mis reparos.

No sentí irritación ni sorpresa. Más bien, cierta fatiga ante lo inevitable: Seguir el hilo hasta llegar al chapuzas, sabiendo, como sabía, que no iba a conseguir nada.

Sin olvidar del todo el tema de la fuente, ni el del cuerpo sin vida que tenía en la habitación de arriba, me encontré embarcada en una tarea cada vez más tediosa: La elección del menú para toda la semana.

Buscaba, en un recetario de hojas muy deterioradas, medio desempastado, los menús correspondientes a la última quincena del mes. Algo parecido a esto: “ALMUERZOS: Judías blancas guisadas / Chuletas de cordero fritas, con ensalada / Fruta. CENAS: Cebollitas francesas con bechamel / Fiambres con arroz blanco / Flan”.

El tiempo pasaba. Yo no me decidía por ninguna de las comidas, que me parecían impracticables, ya por los ingredientes, ya por lo complicadas, ya por las preferencias de mi propio gusto personal. Y empecé a sentir la tensión de la tarea no resuelta en un tiempo prudencial.

Además, estaba la cuestión del homicidio: Tenía que avisar a la policía. Lo estaba retrasando mucho. Alguien tenía que llevarse aquél cadáver, antes de que empezara a oler… Me reproché no haberlo hecho desde el principio, con lo que a mí me agobia el tener que hacerlo todo en el último momento…

Y luego había que considerar las consecuencias: La cárcel. En eso no había pensado demasiado: Yo, en la cárcel. Fríamente, me di cuenta de que aquello iba a ser muy duro de soportar, con lo mal que llevo yo que alguien me diga lo que tengo que hacer. Sin contar con el pequeño asunto de que la cárcel debe ser incomodísima…

Y entonces es cuando agradecí tanto el pensamiento poderoso que se fue abriendo paso en mi mente: “Despiértate, que ya es hora. En la vida real no tienes esos problemas, no pierdas tiempo en resolverlos. No has matado a nadie. No te amenaza la cárcel. No tienes que elegir ningún menú".

Y cuando miré el reloj, vi que eran las diez pasadas, me di cuenta de que esa mañana yo no trabajaba -y los demás, sí: se siente-, que hacía buen día y que tenía ganas de desayunar.

CLAVES:

Mientras que os lo narraba, he encontrado casi todas las claves para interpretar mi sueño. No os las cuento, porque esto ya está siendo bastante laaaargooooo.

;)

viernes, 28 de marzo de 2008

La Tonta

Un anuncio bueno y con sentido del humor.

Pero, algo sexista.

Desconozco el contexto de la campaña. Ignoro si existen anuncios equivalentes, donde se bromee sobre otros estereotipos (fuerte/bruto, por ejemplo). Pero todo lo que sea abundar en este tipo de lugares comunes, me parece jugar con fuego.

¡Pues ahora no me compro ese coche! ¡Hala!





(No sé si el anuncio es antiguo o reciente. Si es reciente, peor).

viernes, 21 de marzo de 2008

Anoche soñé que volvía a...

"Anoche soñé que volvía a Manderley". Es la primera frase de "Rebeca" y podría ser la primera de esta entrada. Sólo que yo no volví a Manderley, porque mi Manderley particular aún sigue en pie, no ha sido pasto de la ruina ni de las llamas, y yo no me he ido nunca. Tampoco estoy enamorada de un ser superior, enigmático y distante, ni convivo con el fantasma de “otra” mujer, amada hasta más allá de la muerte. Y, desde luego, no tengo a mi servicio a un ama de llaves maligna y perversa. No, no soy Rebeca. Nada de lo anterior es cierto. Por no ser, ni siquiera lo es que soñara anoche –o, si soñé, no es de ese sueño del que quiero hablaros– sino que fue hace varios días, aunque os lo cuente hoy.


...Anoche soñé que volvía al Géllert. Y es raro que el lugar fuera tan fielmente igual a sí mismo. No sé en los vuestros, pero, en mis sueños, los lugares, aunque estén perfectamente construidos y haya mares, montes, ciudades, casas, muebles, personas… no son exactamente los de la realidad. La identidad se la concedo yo. Soy yo, demiurga omnipotente, la que, al soñar, establece similitudes entre un lugar y otro, les confiere la capacidad de ser lo que yo creo que son. De igual modo, recreo a las personas. Algunas aparecen con sus caras, difusas como a través de un flou. Pero otras sólo son ellas porque yo "siento" y percibo que lo son.

Soñé que volvía al Géllert. Estaba allí, tal cual es:






Yo nadaba en la piscina principal, disfrutando del agua, de la luz que entraba por las claraboyas y lo iluminaba todo, de los colores, de la escenografía…



y, buceando, llegaba a una de las pocetas termales



seguía nadando por unos canales, que me recordaban los enrevesados pasillos del balneario, y, finalmente, aparecía en la Ciudadela de Buda.



Aparecí allí, en lo alto de la colina donde se asienta el Castillo. LLevaba el bañador mojado y el agua me escurría por el pelo y las pestañas. No tenía toalla con la que secarme ni ropa con la que cubrirme. Sentí pudor y frío. Era ya noche cerrada y todo estaba solitario y desierto. Busqué un refugio, un último autobús de turistas, que podrían prestarme una chaqueta y acercarme a Pest; pero allí arriba no parecía haber vida.

Recorrí las calles vacías, siguiendo los ecos de una música lejana, lo que me llevó hasta las terrazas del Bastión de los Pescadores. Tal vez procediera de un grupo de rezagados, que gozaba de la música en aquel escenario inédito, surgido de la imaginación de un visionario. Quizá se tratara del sonido ambiental de un establecimiento público.

Comencé a bajar por una de las numerosas escaleras que descienden desde el cerro. Se trataba de una amplia y hermosa escalinata doble, decorada con motivos neorrománticos, como todo el bastión. Bajaba y bajaba, sintiendo la brisa que llegaba desde el río, mientras oía un violín cada vez más cercano.

En una de las vueltas, desde arriba, pude ver la silueta de un hombre con sombrero. Estaba de pie, en uno de los bellos rellanos, como un elemento más del entorno arquitectónico, realzada su figura por los efectos de la iluminación artística de la zona. Le hubiera confudido con una estatua, de no ser por el leve movimiento de las ropas informes y porque la música parecía partir de ese punto. Comprendí que se trataba del violinista.

Me invadió una oleada de prevención, de terror, incluso, que me subía, como empujada por un émbolo, desde el fondo del abdomen hasta la garganta.

Confíaba en que el hombre no me hubiera visto. Tenía la cabeza inclinada, probablemente para sujetar el violín entre la barbilla y el hombro. Los ojos quedaban ocultos bajo el ala de sombrero. Tal vez yo también hubiera quedado oculta a su mirada.

A mi derecha vi una estrecha y empinada escalerilla, que parecía descender en línea recta. Comencé a bajarla, esperando encontrar un atajo que me alejara del músico y me llevara hacia uno de los puentes que cruzan el Danubio.

Tenía que llegar a Pest, a mi hotel, y encontrarme con mi acompañante. Quería llamarle, avisarle de lo que me había pasado. Él estaría buscándome en las estancias del Gellert, quizá llamándome por el móvil. Pero mi teléfono estaba en una de las cabinas del balneario. Nadie lo oiría, por más que sonara...

Y tenía que alejarme lo más posible de aquel hombre, de la sombra ominosa, cuya música en otros momentos me habría resultado placentera –me pareció reconocer que era "La Notte", de Vivaldi–, pero que ahora me helaba la sangre más aun que el traje de baño chorreante que llevaba como única vestimenta. Regresar a terrenos habituales, lejos de aquellas torres y murallas que brillaban como el oro por efecto de las luces reflectantes. Escapar de la quietud de la ciudadela vacía, del enorme peso de la ausencia –porque era lo ausente lo que se percibía en la desolación de los caminos intransitados–. Trascender de la eternidad incalculable en que nos percibí: el violinista y yo, eternamente acechante, eternamente acechada, atrapados en el recinto que nos retendría siempre, como un agujero negro del destino...

Procurando no hacer ruido, por si aquel ser fuera ciego –¿si fuera ciego, tendría el oído más sensible que de no serlo? ¿percibiría mis pasos, a pesar del sonido del violín, que en esos momentos ejecutaba los primeros compases de "El Invierno"?–, continué bajando, aturdida por el ruido de mi propio corazón, galopante entre sístoles y diástoles estruendosas, que retumbaban provocándome náuseas.

Mientras descendía, agarrada al petril de piedra para no caer, me di cuenta de que ya no estaba en Budapest, sino en Cáceres, y que bajaba por las escaleras que arrancan de la vieja Plaza de las Piñuelas, extramuros de la ciudad, a la que se accede por un portillo abierto en el lienzo de la muralla y en la que se yerge, entera pese a su decrepitud, la Torre del Horno. La plaza me fascina desde que era niña, tal vez porque uno de mis primeros recuerdos infantiles, relacionado con el agua y las ondas, está indisolublemente asociado a ese espacio de trazos geométricos e imponentes.

El escenario había cambiado. Las severas y descarnadas líneas de las defensas almohades nada tenían que ver con las ligeras torrecillas neogóticas que acababa de abandonar. Pero mi precariedad subsistía: Estaba en bañador, estaba mojada, tiritaba de frío...

Ya no se oía la música. Temía que, a pesar del ala del sombrero, el violinista se hubiera percatado de mi presencia y me estuviera siguiendo... Casi volaba, escaleras abajo, y, mientras lo hacía, volvía la cabeza, repetidamente, para comprobar si tenía a mis espaldas la amenaza siniestra... Comencé a marearme, a marearme, a marearme…

Desperté, y el mareo seguía. Con la ropa y los cabellos empapados por sudores fríos, me levanté, para buscar a tientas algo con lo que secarme. El vértigo me invadió. Perdí la dirección de mis pasos y caminé unos metros a trompicones, hasta que conseguí sujetarme a algo firme… Estaba en Cordura, en mi habitación, aferrada al quicio de la puerta. Una voz conocida me ofrecía ayuda, mientras yo intentaba recomponer el equilibrio y resituarme en el espacio que me rodeaba, dominarlo, reducirlo a los consabidos vectores perpendiculares, a las tres dimensiones convencionales.

El vértigo, mucho más ligero, se repitió dos o tres veces en los días siguientes, aunque, felizmente, nunca durante el sueño. El doctor diagnosticó una ligera contractura, que desaparecería con ciertas precauciones. Debía de tener razón. Unos días después viajé sin novedad doscientos kilómetros hacia el norte, escuché bandas de tambores procesionales situadas a escasos metros de mis tímpanos, caminé entre plataformas elevadas para contemplar vidrieras maravillosas, y me tomé unas deliciosas "limonadas" en el Barrio Húmedo. Y no he sentido ninguno de los síntomas...

:)

Si queréis, la música de Vivaldi podéis escucharla aquí:

free music

free music



Nota: Podéis ver una imagen muy buena de la Torre del Horno y las escaleras de
Las Piñuelas, de Cáceres, si bajáis un poco en la página que pongo en el hipervínculo. No he puesto la foto sola, porque está muy copy-righ-tizada con derechos de autor y todo eso.

Lo que se ve en primer término, a la izquierda son los pilones de un antiguo abrevadero que se situaba en otro extremo de la ciudad, a los pies del pequeño cerro en que se alza el recinto amurallado, y que trasladaron aquí en los años setenta.

No me resisto a la interpretación psicoanalítica... En mi sueño, termino regresando a una "fuente", siquiera sea un abrevadero, tal vez, como única forma para regresar al espacio lúdico en que me encontraba al principio: el balneario Gellert.

Ya dije que la parte superior, las Piñuelas, también la asocio con el agua, por un recuerdo infantil.

martes, 18 de marzo de 2008

Ahora, se acabó

- … Sé que quiero estar con Iván, que quisiera seguir junto a él. Pero él dice que no y que no. Y yo ante eso no puedo hacer nada…

De entre los ruidos y los sonidos indistintos, va perfilándose la voz en mis oídos y adquieren significado las palabras, cada vez más nítidas, de una mujer situada a mi espalda, que habla por el móvil.

- Yo lo tengo claro. Ahora, si él no quiere seguir, pues muy bien. Lo único que puede pasar es que yo siga mi vida y, si encuentro a un pavo, pues que empiece a salir con otro. Eso es lo único que puede ocurrir…

En esa parada esperan para subir al autobús una larga fila de chicos y chicas que entran en tropel, armando jaleo. Los demás viajeros procuramos pegarnos a las paredes para dejarles sitio y evitar los pisotones de sus enormes deportivas. Inadvertidamente, uno arrastra mi bolso con su mochila. “Menudo rayón debe haberle hecho, y eso que es nuevo”, pienso para mí, aunque sonrío moviendo negativamente la cabeza cuando se vuelve, haciendo un gesto que podría tomarse por una disculpa. Lo menos mide uno noventa. Tiene una melena lisa y cuidada, algo rala, con inesperada raya a un lado, que le da un cierto aspecto femenino, de niña buena de otras épocas. Sigue adelante, reclamando la atención y aprobación de un chaval más bajo que él, de pelo oscuro cuidadosamente engominado, guapo, a pesar de unos granillos a los que probablemente aplique su dosis diaria de peróxido de benzoilo, aunque parecen algo infectados. Yo cambio el bolso hacia el otro lado, para evitar la marea de la segunda tanda, la de los jóvenes, casi niños aún –sobre todo, ellos- que entran los últimos porque, a pesar ser los primeros de la cola, los mayores no respetan el turno.

- … pero, tía, es que yo tampoco quiero eso, no quiero agobiarle. Si él se agobia porque me ve, yo tampoco me siento bien en esa situación… Pero, ¿agobiarlo en qué? No le llamo desde hace una semana, no le mando un mensaje desde hace una semana… ¿En qué le agobio? ¿Ahora tampoco puedo ir al cumpleaños de Raúl porque le agobio? ¿Qué quiere? ¿Que me meta en casa y no salga más?

Para entonces, ya he conseguido girarme ligeramente y puedo ver a la chica que habla. Es mayor de lo que pensaba.La había imaginado como una veinteañera y más bien ronda la treintena, o quizá sólo sea el maquillaje. Habla, ajena a que los demás puedan seguir los detalles de la conversación sobre su vida íntima. Cuando me bajo, aún la veo, mirando a través de la ventanilla del autobús hacia un rostro inexistente, una mano sosteniendo el móvil y la otra gesticulando para apoyar sus razones.

Decía Flaubert que la novela es un espejo que se pasea a lo largo del camino. Pero hay caminos que pasean sobre los espejos e, incluso –y eso es lo peor- que lo atraviesan y te atrapan en el otro lado.

Andando hacia casa, recordé otra escena distinta, pero en el fondo igual, que sucedió el verano pasado en un autobús semivacío. Como tantas veces, iba absolutamente metida en mi nirvana particular -¿en qué pensaré yo cuando me parece que estoy pensando en todo y probablemente no esté pensando en nada?-, sólo con el ligero cuidado de no pasarme de parada, lo que alguna vez me ha sucedido. Una voz de hombre, bajita, bien modulada, plena de matices, con ese castellano tan precioso –al menos, a mí me gusta muchísimo- que hablan los pueblos andinos –suave, exquisito, sin alzar una sílaba por encima de la otra-, me fue sacando de mi ensimismamiento:

- Duró lo que duró. Ahora, ya acabó.

Una pausa, y una voz femenina, igualmente bella, contestó:

- ¿Pero por qué tiene que acabar?

El hombre no contestó y siguió otro largo silencio.

- ¿Por qué? ¿Qué ha pasado para que tenga que acabar? -insistió ella.

- Porque sí. Porque no puede seguir más.

Estaban sentados delante de mí, rígidos, el uno junto al otro, sin mirarse, incluso con las cabezas ligeramente ladeadas, como para hurtarse el rostro y la mirada, de forma que yo podía ver algo de sus pómulos y del mentón. El pelo negro azulado, la forma de la cabeza, de los hombros, y la voz, la hermosa voz, me llevaron a pensar que eran bolivianos. Yo me bajé y ellos continuaron el trayecto. Mientras se alejaban, pude ver fugazmente el rostro de los que una vez fueron amantes…

Dos mujeres. Dos hombres que dicen: “Esto se acabó”.

¿Qué hacen los hombres cuando una mujer les dice que todo terminó? ¿A quién se lo cuentan? ¿Dónde?


free music



Nota:
Gracias a Losviajesquenohice, por su ayuda para colgar la canción. :)

domingo, 16 de marzo de 2008

Pavana




Ayer volvimos al coro de la capilla de la Universidad. Se entra por una de las puertas que hay en el corredor superior. Hay que abrirla con una llave de hierro enorme, que parece la llave de un castillo. Pero, eso sí, una vez dentro de la cerradura, gira sin ruido y con una suavidad inesperada.

A mí me encanta eso. Entrar en sitios cuasi-cerrados al público. Contemplar el espacio desde un punto de vista inédito… Tener la sensación, siquiera por un momento, de estar realizando un “descubrimiento”, de estar tocando la esencia íntima de las cosas con la punta de los dedos.

En este caso, se trata de un espacio archivisitado y archiconocido, ya lo sé. Pero a mí me hace ilusión y punto.

Desde arriba, puede apreciarse muy bien la capilla, muy luminosa -a pesar de los crespones rojos que cubren las paredes- gracias a los ventanales de la parte superior. Es un recinto elegante y solemne, de marcado carácter académico, más que religioso; más doctoral que sacro; más propio de togas y birretes que de casullas y solideos.

Otro atractivo añadido es el órgano barroco, encajado en una especie de armario de paneles policromados con motivos bastante alegres, casi cortesanos… Está situado en una de las esquinas del coro, de forma que el organista queda como escondido, y además de espaldas al altar.

La organista de ayer tocó dos temas, con virtuosismo profesional, para acompañar al rito que se estaba celebrando abajo: una de las más célebre marchas triunfales, y un alegre tema de Handel. En el medio, sonaron cuatro o cinco obras de polifonía religiosa de diversa procedencia: renacentistas, barrocas, incluso un espiritual negro muy blanqueado por arreglistas occidentales…



Y, como colofón, terminada la ceremonia, bajamos a despedir a los novios y, desde las hermosas escaleras, les obsequiamos con una canción muy tierna, que probablemente ya cantaron algunos de los estudiantes que pulularon por allí en el siglo XVI:

Amor que me cautivas” (“Belle qui tiens ma vie”):

…Amor que me cautivas / con tu dulce mirar / tus plantas bendecidas / voy rendido a adorar/ Si tu amor no me das / ya muerto me verás...

...Ven a mí bella rosa/ ven a mí corazón/ no seas desdeñosa/ no turbes mi razón/ Dejaré de penar/ si me quieres besar…

...Antes verás cansadas / las olas de la mar / las noches estrelladas /su brillo declinar /que de mi corazón/ se apague la pasión...


Os dejo una versión de “The John Rembourn Group”, que marca bastante el ritmo lento de la pavana… En nuestro caso, el ritmo es un poquillo más rápido, y el acento más dulce.




Dejamos allí a los novios y a los invitados con sus cosas. Los veremos en breve, cuando vuelvan de su viaje y nos reunamos con ellos, para festejarlo más a nuestro aire. Pero nosotros ayer también teníamos que celebrar algo: un homenaje. Una comida alegre y triste, a la vez, para despedir a nuestra directora y eventual teclista, una mujer importante en su campo, pese a su juventud, que tiene que dejarnos para seguir su imparable carrera musical. Hubo canciones, risas y algunas lágrimas (las suyas, las de E., fueron las más emocionantes). Adiós a una etapa. Buen comienzo para la siguiente. ¡Muchos besos y mucha suerte! Al final, siempre quedarán la amistad y la música.

:)

domingo, 9 de marzo de 2008

Danza


V

Me parece que que este va a ser un día feliz... Nada mejor que cantar y bailar, formando parte del "Carnaval de los animales", que compuso Camille Saints-Saens

Alegría y que no decaiga.

sábado, 8 de marzo de 2008

Por la igualdad...


La imagen la encontré aquí

No hay ningún intento de bromear sobre el asunto, a pesar de la inscripción que figura en la parte superior izquierda de la imagen.

Creo que la foto refleja algo muy común: Que, por la cuesta de la vida cotidiana, muchas parejas caminan así: Ella con la carga más pesada, él con la más liviana.

¡Por la igualdad! ¡No sólo en la vida pública, también en la vida privada!

sábado, 1 de marzo de 2008

¿Con qué la lavaré?



Aún a riesgo de seguir alimentando la falsa especie de ser una entendida melómana, cuando ni llego a aficionadilla (y señalo el illa) mediocre (y señalo el ocre), seguiré con el tema.

Esta semana, por más de un motivo, le he dedicado muchas horas “presenciales” a la música (domingo, lunes, jueves, viernes y habrá más mañana, domingo), en total 6 horas, más el día de mañana, completo. Y me apetece hablar sobre ello.

Ayer fui a un concierto de vihuelas y laúdes en el Conservatorio Profesional. Ya hablaré algún día de esos conciertos, a los que asisto de cuando en cuando por motivos familiares y que tienen muchísima miga. Pero, centrándonos en el de ayer, todas las obras eran del Renacimiento. Entre ellas, la dulcísima y melancólica Greensleeves, que siempre es un placer oír (la versión que os pongo aquí es con guitarra, no con vihuelas, aunque es igualmente preciosa).


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Lo que más me gustó, sin embargo, fue un dúo: Una soprano de apenas 17 años, acompañada por un chico que tocaba el laúd, que interpretaron “¿Con qué la lavaré?”.

Se trata de una canción española del s. XVI, muy bonita. Hay canciones de esa época muy bellas, que, lamentablemente, en España apenas se conocen, cuando, sin embargo, sí que conocemos canciones inglesas de esos años, tal vez porque los músicos anglosajones contemporáneos las siguen interpretando, mientras que nosotros las hemos arrinconado. En el siglo XVI España era una potencia cultural europea de primera magnitud, y eso se nota también en música… (Respecto a lo del olvido, resulta irónico que uno de los dos “Cancioneros” de la música antigua española –el de Upsala, el otro es el de Palacio- haya llegado hasta nosotros gracias a que en una lejana universidad nórdica, la de Upsala (Suecia), les dio por guardar un ejemplar, el único existente... y allí estuvo al menos dos o tres siglos, hasta que un estudioso lo rescató a principios del siglo pasado.... Para más inri, el famoso cancionero ni siquiera se había publicado en España, sino en Venecia… )

La soprano de ayer, una chica un poquillo armadanzas, que no había parado de salir y entrar y hacer leves ruidos mientras tocaban sus compañeros, no sé si por los nervios o porque esperaba a un noviete que no acaba de llegar, llevaba una insólita y exuberante blusa de encaje negro, algo excesiva, tal vez, para el "marco incomparable" de un Aula de Ensayo. Pero, cuando se puso a cantar, todo cambió. No porque tuviera una voz extraordinaria, que aún no la tiene y no sé si llegará a tenerla alguna vez, sino por el buen gusto con el que cantaba y el oído tan ajustado con el que se enfrentaba a un tema largo y difícil, con muchos cambios, que va de los altos a los bajos apenas sin transición.

Yo creía conocer bien esa canción, ya que la he escuchado a menudo en su versión coral e incluso la he cantado, así soy de osada. Pero cuando la escuché, interpretada por una solista -que, digo bien, la “interpretaba”, no sólo la cantaba- percibí significados en los que hasta entonces no me había fijado.

La letra es aparentemente simple, como todas las de esa época. Pero, también, como casi todas, tiene una pequeña trampa, un mensaje oculto, que se nos hace más oscuro, quizá, por los casi 500 años transcurridos desde su composición, y, probablemente, porque alguna de las palabras que se utilizan han caído en desuso:

¿Con qué la lavaré,
la flor de la mi cara?

¿Con qué la lavaré,
que vivo mal penada?

Lávanse las casadas
con agua de limones.
Lávome yo, cuitada,
con penas y dolores.

¿Con qué la lavaré,
la flor de la mi cara?

¿Con qué la lavaré,
que vivo mal penada?

Lávanse las galanas
con agua de limones.
Lávome yo, cuitada,
con ansias y pasiones.



No dispongo de grabación del concierto de ayer. Pero os dejo una versión de esta canción, que hizo Teresa Berganza, acompañada a la guitarra por el gran Narciso Yepes.¡Ah!, que se me olvidaba: El autor es Luys de Narváez, y la compuso durante el reinado de Carlos I (y V de Alemania, oye)

Tal vez porque la grabación que pongo es una obra de profesionales, resulta bastante más convencional que la que yo escuché ayer; es posible que la perfección técnica haya estereotipado la música, despojándola de parte de su contenido más genuino. En directo, cantada por la estudiante de canto, a mí me pareció escuchar más cosas. Y en unos videos que hay en youtube, de la soprano cubana Eglise Gutierrez, el tema también resulta más trágico que en la interpretación de Teresa Berganza:




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La canción es como la reflexión íntima de una mujer que contempla el futuro que se abre ante ella y, ante lo que ve, se siente impotente.

La cantante expresaba muy bien ese dolor, el que siente la mujer de la canción, con el el cuerpo y el alma sacudidos por penas, dolores, ansias y pasiones…. Se percibía la desolación, el vacío, el reproche, el temor…

Yo quedé prendida de la voz, y creo que la intérprete debió notarlo, porque en ese tipo de actos el público y los artistas están muy cerca, a pocos metros unos de otros…

Advertí esas emociones tan intensas, que hasta entonces yo no había percibido en la obra. Y se me hizo evidente, también, el mensaje oculto de la canción… La flor de la mi cara

(Al llegar a casa, busqué en Internet, y sí, allí estaban varios artículos sobre la erótica de la lírica castellana, y allí estaba, como uno de los ejemplos, la famosa canción del “Con qué la lavaré…”. ¡Y yo sin enterarme hasta ahora! Como me han dicho a menudo: “¡Ay que ver, tan lista para unas cosas, y tan tonta para otras”).

Es probable que la joven soprano ni siquiera fuera consciente de que, además del lamento por un amor desgraciado, había otro mensaje: El horror de una mujer “desflorada”, porque su amante no quiere “redimirla”, haciéndola su esposa o, al menos, su amante oficial (galana, en sentido amplio). No sólo su dolor, sino también su desvalimiento. El riesgo de repudio social, de expulsión directa hacia la marginación, en una época en que la mujer debía procurarse el sustento al socaire de la protección del varón (como esposa, como manceba, como algo…). Hoy, ese aspecto de la cuestión está absolutamente obsoleto, y la virginidad, en sí misma, no es un valor que marque el destino de una mujer. Pero allí estaba, en la letra y en la música, mezclado con el dolor de la amante desdeñada, el problemón inmenso que se le presentaba a la mujer seducida y abandonada…

Bueno, y con eso os he contado una de mis actividades musicales “presenciales”. Las otras han sido algo más intensas, y culminarán mañana, en un pueblecito portugués, al que viajaremos tempranito y en el que estaremos todo el día… A ver, qué tal… Y a ver cómo regresamos, porque creo que, además de a otras cosas, estamos invitados a visitar unas bodegas de vinho Porto... Seremos moderados, aunque no tengamos que condudicir... A votre santé.

La ilustración es de FRANCISQUE DE TROY, y representa a músicos del s. XVII. La entrada se refiere a la música del XVI, pero me he tomado esta licencia poética, porque me gusta mas esta imagen que otras que encontré por ahí. :)