lunes, 18 de agosto de 2008

Verano

Está radiante el seto de la entrada. Cinco o seis metros en los que se mezclan la madreselva roja, el jazmín blanco, la glicinia violeta, los ramos de campánulas anaranjadas de la bignonia... Casi un milagro, tras la drástica poda de últimos de mayo.

Pero, mira, se recuperaron pronto y ahora florecen en un totum revolutum de colores y olores. A mí me gusta mucho la glicinia: Las flores parecen enormes, aunque en realidad son pequeñitas, como las de los guisantes de olor. Se agrupan formando grandes penachos, racimos de más de quince centímetros, muy abundantes y espectaculares. El suave color azul violáceo, el olor, con vagas notas de vainilla, contribuye al efecto relajante. La bignonia es mucho más cálida y da alegría, con flores grandes rojo-anaranjado en forma de farolillo o de trompeta. Debajo, asomando entre los huecos que dejan las de más porte, está el humilde jazmín chino, de elegantes hojas verde oscuro y pequeñas flores blancas y un aroma suave que no agobia. La madreselva roja tiene flores que, una a una, parecen salidas de un dibujo japonés, con los pétalos largos y estrechos de color rojo laca y airosos estambres amarillos, pero carecen de olor o es poco perceptible.

Las macetas se han resentido de la falta de atención: casi todas están secas y sin flores. El macetón de lavandas fue campo de batalla de la guerra que declaré a un avispero, armas químicas incluidas, y le han salido unas ramas raras, que temo sean mutantes. El de abelias, sin embargo, ha dado flores todo el tiempo que exhalan su olor dulzón y persistente. De una jardinera nacieron unos yerbajos extraños, luego descubrí unas bolitas verdes que he identificado como futuros tomatitos sherry, supongo que saldrían del tomate que enterré el año pasado. Hay otra en la que ha florecido, sin que yo advirtiera antes su presencia, una ipomea, que se enreda en los tallos de otras plantas. Con la luz del alba, se abren campanillas moradas con estambres blancos. El sol las marchita pocas horas después, pero a la mañana siguiente salen flores nuevas.

En la otra parte, tras la casa, están los dos setos de madreselva blanca y el frontal de cipreses. La madreselva blanca es mucho más discreta que la roja, pero a cambio huele intensamente, sobre todo por la noche. Es un olor parecido al de azahar, algo más tenue. Un olor de verano, de calor, de noche estrellada, de sentidos en estado de máxima alerta... En el Norte también he visto madreselva, pero sin aroma. Como dice mi amigo M., cántabro de nacimiento y de convicción: “Desengáñate, aquí no huele nada. Sólo huele el mar”. Cierto, ¡pero cómo huele!

También en esta parte hubo una poda drástica, incluso más tardía. Pero sólo las del seto que da al Este, que estaba más crecido e invasivo. El pobre se quedó en el chasis, mostrando el entramado interior de ramas enmarañadas, tan secas que se dirían muertas. El otro lado, el del Oeste, algo menos salvaje, se dejó sin podar, y ahí está, dando flores y flores de olor, cumplidor, como es su obligación.

Los que no levantan cabeza son los pobres cipreses. Bueno, la cabeza, sí, que miden seis o siete metros. Y el pie, también. El mal lo tienen por el centro. Se habían hecho tan grandes y hermosos (quantum lenta solent inter viburna cupressi, escribió Borges en su cuento "Las hojas del ciprés" - Los conjurados, citando, sin citar, a Virgilio) que, hace dos o tres años, hubo que encargar la poda a jardineros profesionales. Vinieron con esos artilugios elevadores, como púlpitos móviles, provistos de cortasetos y maquinaria potente, y sajaron por donde quisieron. Por ahí les vino la peste a los cipreses. "Tengo un solo enemigo. Nunca sabré de qué manera pudo entrar en mi casa...", decía el argentino en las primeras líneas del relato. En este caso, sí que se sabe como entró: a través de las herramientas contaminadas por los hongos de otros árboles a los que se les había amputado las ramas enfermas con el mismo "material quirúrgico". Pocas semanas después de la intervención, aparecieron los primeros síntomas. Por más que se les ha fumigado, el mal avanza. Se secan y se les caen las hojas poco a poco. A través de las calvas, puede verse ya “el otro lado” de la frontera.

Y ésa es, quiza, la única ventaja. El espacio exterior. Antes se veía sólo cielo, la Polaris presidiendo las noches despejadas. Ahora puede verse, incluso desde el interior de la vivienda, un “paisaje escénico” variado, mezcla de elementos naturales y artificiales, antiguos y modernos, que tiene su gracia y hasta diría que su belleza.

Podríamos reflexionar sobre las barreras que interponemos entre nosotros y los demás, preguntarnos si una valla nos protege o simplemente nos convierte en presos, si somos nosotros los que quedamos ocultos a los ojos del mundo o más bien es el mundo el que queda oculto a nuestros ojos... Podriamos. Podríamos filosofar un rato. Pero, ¡cuagüenlamar con los jardineros!

3 comentarios:

UnaExcusa dijo...

Siempre me ha dado envidia la gente que entiende de plantas. Yo casi no distingo un geranio de un rosal.

Por eso quiero fotos de todas las que nombras. No hace falta que sean las de tu casa: con internet me vale. Ya, podría buscarlas yo, pero al final no sabría cuál es cuál...

Luc, Tupp and Cool dijo...

Unaexcusa, la glicinias la fotografiaste tú misma, al menos publicaste la foto en algún sítio. Son como grandes racimos azul-lila, un poco más estrechos y alargados que los racimos de uvas, pero hechos de florecillas suaves. Tu foto creo que es de primavera, cuando florecen sobre el tronco desnudo. Luego salen las hojas, y luego vuelven a florecer y ya no paran, al menos las que yo tengo.

De las otras, ya pondré imágenes. De mi casa, no, porque ahora sólo tengo disponible la cámara del móvil, que es una caca. Intenté fotografiar el seto y no se veía nada.

Los rosales pinchan. Los geranios, no.

No entiendo mucho de plantas. Lo mío es puro experimento. :P

Unknown dijo...

Gracias por las fotos en la otra entrada, porque si no, aquí el menda no atina ni una.

Un besazo