viernes, 21 de marzo de 2008

Anoche soñé que volvía a...

"Anoche soñé que volvía a Manderley". Es la primera frase de "Rebeca" y podría ser la primera de esta entrada. Sólo que yo no volví a Manderley, porque mi Manderley particular aún sigue en pie, no ha sido pasto de la ruina ni de las llamas, y yo no me he ido nunca. Tampoco estoy enamorada de un ser superior, enigmático y distante, ni convivo con el fantasma de “otra” mujer, amada hasta más allá de la muerte. Y, desde luego, no tengo a mi servicio a un ama de llaves maligna y perversa. No, no soy Rebeca. Nada de lo anterior es cierto. Por no ser, ni siquiera lo es que soñara anoche –o, si soñé, no es de ese sueño del que quiero hablaros– sino que fue hace varios días, aunque os lo cuente hoy.


...Anoche soñé que volvía al Géllert. Y es raro que el lugar fuera tan fielmente igual a sí mismo. No sé en los vuestros, pero, en mis sueños, los lugares, aunque estén perfectamente construidos y haya mares, montes, ciudades, casas, muebles, personas… no son exactamente los de la realidad. La identidad se la concedo yo. Soy yo, demiurga omnipotente, la que, al soñar, establece similitudes entre un lugar y otro, les confiere la capacidad de ser lo que yo creo que son. De igual modo, recreo a las personas. Algunas aparecen con sus caras, difusas como a través de un flou. Pero otras sólo son ellas porque yo "siento" y percibo que lo son.

Soñé que volvía al Géllert. Estaba allí, tal cual es:






Yo nadaba en la piscina principal, disfrutando del agua, de la luz que entraba por las claraboyas y lo iluminaba todo, de los colores, de la escenografía…



y, buceando, llegaba a una de las pocetas termales



seguía nadando por unos canales, que me recordaban los enrevesados pasillos del balneario, y, finalmente, aparecía en la Ciudadela de Buda.



Aparecí allí, en lo alto de la colina donde se asienta el Castillo. LLevaba el bañador mojado y el agua me escurría por el pelo y las pestañas. No tenía toalla con la que secarme ni ropa con la que cubrirme. Sentí pudor y frío. Era ya noche cerrada y todo estaba solitario y desierto. Busqué un refugio, un último autobús de turistas, que podrían prestarme una chaqueta y acercarme a Pest; pero allí arriba no parecía haber vida.

Recorrí las calles vacías, siguiendo los ecos de una música lejana, lo que me llevó hasta las terrazas del Bastión de los Pescadores. Tal vez procediera de un grupo de rezagados, que gozaba de la música en aquel escenario inédito, surgido de la imaginación de un visionario. Quizá se tratara del sonido ambiental de un establecimiento público.

Comencé a bajar por una de las numerosas escaleras que descienden desde el cerro. Se trataba de una amplia y hermosa escalinata doble, decorada con motivos neorrománticos, como todo el bastión. Bajaba y bajaba, sintiendo la brisa que llegaba desde el río, mientras oía un violín cada vez más cercano.

En una de las vueltas, desde arriba, pude ver la silueta de un hombre con sombrero. Estaba de pie, en uno de los bellos rellanos, como un elemento más del entorno arquitectónico, realzada su figura por los efectos de la iluminación artística de la zona. Le hubiera confudido con una estatua, de no ser por el leve movimiento de las ropas informes y porque la música parecía partir de ese punto. Comprendí que se trataba del violinista.

Me invadió una oleada de prevención, de terror, incluso, que me subía, como empujada por un émbolo, desde el fondo del abdomen hasta la garganta.

Confíaba en que el hombre no me hubiera visto. Tenía la cabeza inclinada, probablemente para sujetar el violín entre la barbilla y el hombro. Los ojos quedaban ocultos bajo el ala de sombrero. Tal vez yo también hubiera quedado oculta a su mirada.

A mi derecha vi una estrecha y empinada escalerilla, que parecía descender en línea recta. Comencé a bajarla, esperando encontrar un atajo que me alejara del músico y me llevara hacia uno de los puentes que cruzan el Danubio.

Tenía que llegar a Pest, a mi hotel, y encontrarme con mi acompañante. Quería llamarle, avisarle de lo que me había pasado. Él estaría buscándome en las estancias del Gellert, quizá llamándome por el móvil. Pero mi teléfono estaba en una de las cabinas del balneario. Nadie lo oiría, por más que sonara...

Y tenía que alejarme lo más posible de aquel hombre, de la sombra ominosa, cuya música en otros momentos me habría resultado placentera –me pareció reconocer que era "La Notte", de Vivaldi–, pero que ahora me helaba la sangre más aun que el traje de baño chorreante que llevaba como única vestimenta. Regresar a terrenos habituales, lejos de aquellas torres y murallas que brillaban como el oro por efecto de las luces reflectantes. Escapar de la quietud de la ciudadela vacía, del enorme peso de la ausencia –porque era lo ausente lo que se percibía en la desolación de los caminos intransitados–. Trascender de la eternidad incalculable en que nos percibí: el violinista y yo, eternamente acechante, eternamente acechada, atrapados en el recinto que nos retendría siempre, como un agujero negro del destino...

Procurando no hacer ruido, por si aquel ser fuera ciego –¿si fuera ciego, tendría el oído más sensible que de no serlo? ¿percibiría mis pasos, a pesar del sonido del violín, que en esos momentos ejecutaba los primeros compases de "El Invierno"?–, continué bajando, aturdida por el ruido de mi propio corazón, galopante entre sístoles y diástoles estruendosas, que retumbaban provocándome náuseas.

Mientras descendía, agarrada al petril de piedra para no caer, me di cuenta de que ya no estaba en Budapest, sino en Cáceres, y que bajaba por las escaleras que arrancan de la vieja Plaza de las Piñuelas, extramuros de la ciudad, a la que se accede por un portillo abierto en el lienzo de la muralla y en la que se yerge, entera pese a su decrepitud, la Torre del Horno. La plaza me fascina desde que era niña, tal vez porque uno de mis primeros recuerdos infantiles, relacionado con el agua y las ondas, está indisolublemente asociado a ese espacio de trazos geométricos e imponentes.

El escenario había cambiado. Las severas y descarnadas líneas de las defensas almohades nada tenían que ver con las ligeras torrecillas neogóticas que acababa de abandonar. Pero mi precariedad subsistía: Estaba en bañador, estaba mojada, tiritaba de frío...

Ya no se oía la música. Temía que, a pesar del ala del sombrero, el violinista se hubiera percatado de mi presencia y me estuviera siguiendo... Casi volaba, escaleras abajo, y, mientras lo hacía, volvía la cabeza, repetidamente, para comprobar si tenía a mis espaldas la amenaza siniestra... Comencé a marearme, a marearme, a marearme…

Desperté, y el mareo seguía. Con la ropa y los cabellos empapados por sudores fríos, me levanté, para buscar a tientas algo con lo que secarme. El vértigo me invadió. Perdí la dirección de mis pasos y caminé unos metros a trompicones, hasta que conseguí sujetarme a algo firme… Estaba en Cordura, en mi habitación, aferrada al quicio de la puerta. Una voz conocida me ofrecía ayuda, mientras yo intentaba recomponer el equilibrio y resituarme en el espacio que me rodeaba, dominarlo, reducirlo a los consabidos vectores perpendiculares, a las tres dimensiones convencionales.

El vértigo, mucho más ligero, se repitió dos o tres veces en los días siguientes, aunque, felizmente, nunca durante el sueño. El doctor diagnosticó una ligera contractura, que desaparecería con ciertas precauciones. Debía de tener razón. Unos días después viajé sin novedad doscientos kilómetros hacia el norte, escuché bandas de tambores procesionales situadas a escasos metros de mis tímpanos, caminé entre plataformas elevadas para contemplar vidrieras maravillosas, y me tomé unas deliciosas "limonadas" en el Barrio Húmedo. Y no he sentido ninguno de los síntomas...

:)

Si queréis, la música de Vivaldi podéis escucharla aquí:

free music

free music



Nota: Podéis ver una imagen muy buena de la Torre del Horno y las escaleras de
Las Piñuelas, de Cáceres, si bajáis un poco en la página que pongo en el hipervínculo. No he puesto la foto sola, porque está muy copy-righ-tizada con derechos de autor y todo eso.

Lo que se ve en primer término, a la izquierda son los pilones de un antiguo abrevadero que se situaba en otro extremo de la ciudad, a los pies del pequeño cerro en que se alza el recinto amurallado, y que trasladaron aquí en los años setenta.

No me resisto a la interpretación psicoanalítica... En mi sueño, termino regresando a una "fuente", siquiera sea un abrevadero, tal vez, como única forma para regresar al espacio lúdico en que me encontraba al principio: el balneario Gellert.

Ya dije que la parte superior, las Piñuelas, también la asocio con el agua, por un recuerdo infantil.

6 comentarios:

Juanma dijo...

¡Qué sueño más chulo! Me ha recordado a algunos pasajes de "La sombra del viento".

Me alegro de que se pasaran los mareos sin más.

Un besote!

UnaExcusa dijo...

Me gusta tu sueño, aunque agobiante. A mí también me pasa: las personas son, porque yo sé que son. Los paisajes, también. Pero lo más seguro es que sueñe con sitios donde no he estado nunca... o que ya no recuerdo.

Unknown dijo...

Es que Cáceres da para mucho. Dentro de cinco minutos voy a pasar junto a la Torre del Horno. Prometo pararme y acordarme de esto.

Un besazo Luc

Luc, Tupp and Cool dijo...

juanma, no he leído "la sombra del viento". Pero como veo que muchos blogueros la recomendáis, voy a ver si me hago con ella (mejor, a ver si me la regalan... ) :)

UnaExcusa, yo también sueño con espacios desconocidos. Y, muchas veces, con música. Me despierto cantando algo (in mente, no de verdad)o escuchándolo. No es afición, es que los sonidos los recuerdo muchísimo.

Ricardo, ¿te acordaste de recordar mi historia cuando pasaste por las Piñuelas? Es un espacio impresionante, ¿no crees?. ¿Cómo va lo vuestro?

Anónimo dijo...

Yo viví el sueño de poder bañarme en el Gellert pero se convirtió en pesadilla cuando me di un masaje en el mismo centro.

Luc, Tupp and Cool dijo...

:) Casi, casi, me lo imagino.