Sí. Esos fueron mis primeros pensamientos cuando desperté hoy.
Los olvidé mientras levantaba las persianas y abría la puerta de la terraza para que entrara el aire fresco. Mientras trasteaba por el baño, me hacía el primer “lavado del gato” y atusaba el cabello revuelto. Mientras me movía, un poco abotargada aún, por la cocina, preparando un zumo de naranja, un café expreso y una tostada. Mientras ponía los platillos, la taza y los cubiertos que utilizo en los desayunos. Mientras colocaba en el centro de la mesa la tabla giratoria con el azucarero, el tarro de margarina, la mermelada, la jarra de café humeante, la jarrita de leche caliente…
Los recordé al segundo o tercer mordisco de tostada crujiente, al tercer o cuarto sorbo de café. Entonces, me vino a la mente la imagen de una de esas fuentes de plata rectangulares, con tapadera, que contienen riñones al jerez, huevos revueltos o cualquiera de esas cosas que supuestamente desayunan los hacendados ingleses y sus invitados.
Y recordé el sueño: Yo mataba a alguien. A un hombre mayor, fuerte, poderoso, quizá algo grueso… A un hombre que quería imponerme algo y utilizaba un último argumento: la violencia física. Yo estaba de pie; él, sentado. Le arrebaté el arma y le golpee, antes de que él me golpeara a mí. Sin saña. Sin odio. Sin remordimientos. Sin que se me desbocara el corazón. Le golpee y él murió. Quedó semi incorporado en el asiento. En la pared había salpicaduras de sangre.

Estábamos en algo parecido a un compartimiento de tren de los años cuarenta, como el que se ve tantas veces en las películas. Salí, cerré la puerta y bajé por las escaleras.
Cosas de los sueños, en realidad aquello era una de esas casas de la campiña inglesa en las que siempre hay muchos invitados. Entré en el comedor de los desayunos, a la izquierda de la escalera. No había nadie, excepto dos sirvientes, que recogían los restos de la mesa, porque era bastante tarde.
Sobre el aparador estaban las jarras y bandejas habituales. Entre otras, una fuente de plata, rectangular, con una tapadera reluciente. Levanté la tapa para ver qué contenía. Estaba vacía. Podía ver el fondo, en el que aún quedaba un resto del agua que, a modo de baño maría, se usa para mantener caliente el contenido. Observe que también había gotas de sangre, rodeadas por un cerco de sanguaza, como islas en el agua clara.
Pedí explicaciones a uno de los sirvientes –por eso deduzco que aquella era mi casa, y, ellos. personas que trabajaban para mí– por aquel descuido imperdonable: Una fuente de servir, con agua sanguinolenta en el fondo. Con total indiferencia, uno de ellos me contestó que eso no era de su competencia, sino de otro empleado, ante el que yo debería mostrar mis reparos.
No sentí irritación ni sorpresa. Más bien, cierta fatiga ante lo inevitable: Seguir el hilo hasta llegar al chapuzas, sabiendo, como sabía, que no iba a conseguir nada.
Sin olvidar del todo el tema de la fuente, ni el del cuerpo sin vida que tenía en la habitación de arriba, me encontré embarcada en una tarea cada vez más tediosa: La elección del menú para toda la semana.
Buscaba, en un recetario de hojas muy deterioradas, medio desempastado, los menús correspondientes a la última quincena del mes. Algo parecido a esto: “ALMUERZOS: Judías blancas guisadas / Chuletas de cordero fritas, con ensalada / Fruta. CENAS: Cebollitas francesas con bechamel / Fiambres con arroz blanco / Flan”.
El tiempo pasaba. Yo no me decidía por ninguna de las comidas, que me parecían impracticables, ya por los ingredientes, ya por lo complicadas, ya por las preferencias de mi propio gusto personal. Y empecé a sentir la tensión de la tarea no resuelta en un tiempo prudencial.
Además, estaba la cuestión del homicidio: Tenía que avisar a la policía. Lo estaba retrasando mucho. Alguien tenía que llevarse aquél cadáver, antes de que empezara a oler… Me reproché no haberlo hecho desde el principio, con lo que a mí me agobia el tener que hacerlo todo en el último momento…
Y luego había que considerar las consecuencias: La cárcel. En eso no había pensado demasiado: Yo, en la cárcel. Fríamente, me di cuenta de que aquello iba a ser muy duro de soportar, con lo mal que llevo yo que alguien me diga lo que tengo que hacer. Sin contar con el pequeño asunto de que la cárcel debe ser incomodísima…
Y entonces es cuando agradecí tanto el pensamiento poderoso que se fue abriendo paso en mi mente: “Despiértate, que ya es hora. En la vida real no tienes esos problemas, no pierdas tiempo en resolverlos. No has matado a nadie. No te amenaza la cárcel. No tienes que elegir ningún menú".
Y cuando miré el reloj, vi que eran las diez pasadas, me di cuenta de que esa mañana yo no trabajaba -y los demás, sí: se siente-, que hacía buen día y que tenía ganas de desayunar.
CLAVES:
Mientras que os lo narraba, he encontrado casi todas las claves para interpretar mi sueño. No os las cuento, porque esto ya está siendo bastante laaaargooooo.
;)