martes, 26 de mayo de 2009

Mayo: Montes Torozos

Antes de que termine el mes, anoto en mi bitacora tres escapadas:



La foto está tomada en Peñaflor de Armijo, el Puente de Mayo. Cuatro días, ocho amigos y un territorio que recorrer: el de los Montes Torozos. Páramos, llanuras inmensas, castillos, iglesias de todo tipo (las mozárabes de Wamba y San Cebrián, lo mejor), calles porticadas, pequeños cafés con dulces exquisitos, libros, buenísima carne castellana, vinos de Toro y de Ribera, y la convivencia en una casa rural con amigos muy cercanos, aunque distantes geográficamente la mayor parte del año.



A destacar, el trayecto en barcaza de paletas aguas arriba del Canal de Castilla, desde Medina hasta la primera esclusa. He conducido muchas veces paralela al Canal, yendo y viniendo de Cantabria, y siempre he deseado navegar por alli o, por lo menos, pasear por el camino de sirga que hay en las orillas. Ha sido un recorrido corto, pero todo es empezar, porque pienso volver.

Una grata sorpresa fue el señor que surgió de las sombras en la iglesia de Wamba y se ofreció a enseñárnosla. Resultó ser un cura cultísimo, profesor de arte en la U. de Valladolid, que tenía llaves de todo y nos lo enseñó de cabo a rabo. Aunque he de decir que me cogió desprevenida cuando abrió una de las puertas y nos introdujo en un osario impresionante. Al principio me pareció normal estar allí rodeada de cráneos, húmeros y fémures perfectamente ordenados. Pero a la segunda foto, que los miré más detenidamente por el visor de la cámara, reconozco que empecé a sentirme bastante intimidada y hasta mareada. Concha, exagerada como buena cacereña, aseguró que ella no sólo les había visto los huesos, sino las caras, los ojos, las bocas... Menos mal que lo dijo cuando ya habíamos salido, que, si no, echo allí la primera papilla.


Y un susto: el que me dí cuando vi que había olvidado el bolso en un lugar ignorado, probablemente en una colegiata que acabábamos de visitar y que ya estaba cerrada. Hubo que buscar al encargado para que nos abriera la puerta y, menos mal, estaba allí. No hubiera sido tanto disgusto, si no fuera porque yo tenía uno de mis "brotes de despiste" y estaba desesperada. Unos tienen alergia, otros reúma, yo tengo despistes por temporada. El de esa semana fue especialmente virulento: Perdí el móvil, las llaves del coche, los billetes usados de un viaje que había hecho por motivo laborales y que tenía que presentar para el reembolso y varias cosas más que ahora no recuerdo. Normalmente, encuentro todo lo perdido, porque no son pérdidas reales sino que olvido dónde he puesto las cosas y tengo que empezar a reconstruir todos mis actos, en plan detectivesco, para encontrarlas. Es de lo más fatigoso. Sé que no es un principio de alzheimer, porque lo sufro desde que tenía diez o doce años: aún recuerdo aquella vez que perdí los platos cuando los llevaba de la cocina al salón para poner la mesa. Afortunadamente, los olvidos y despistes no afectan al ámbito profesional, sólo al doméstico o al privado.
:)

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