jueves, 26 de agosto de 2010

Amanecer



Hoy he ido a ver amanecer. Desde una zona elevada, contemplé la ciudad envuelta en la luz difusa de la aurora y al sol ascender entre las cúpulas, los andamios y las grúas. Más que la belleza de la escena, que también, lo que impresiona es la mecánica inexorable.




He visto muchas veces salir el sol, claro está. Al final del invierno o en otoño, no es raro encontrarse los arreboles cuando se va a trabajar por las mañanas. Otras veces, se cruza en tu camino cuando viajas en automóvil o en tren o simplemente cuando esperas en un aeropuerto. Lo he visto en barco, navegando por un río. Una vez lo vi justo al llegar a Abusimbel. En fin, que lo he visto muchas veces. Pero creo que es la primera vez que he ido a ver un amanecer.

Lo decidí ayer por la mañana, como si fuera la continuación de una broma privada entre el sol y yo. Es cosa de las últimas semanas: Me levanto y el cielo aún está oscuro. Y cuando vuelvo de la ducha, ya mariposea en las jambas de los balcones de mi cuarto. “¡Parece que jugáramos al pillo pillo! Pues mañana te pillaré yo!

Y lo pillé, eso sí. Fue un visto y no visto. Me hubiera gustado quedarme un poco más y pasear disfrutando la clara luz de esas horas de la mañana. Pero el trabajo esperaba y allá que fui, con los ojos un poco deslumbrados, todo hay que decirlo. Cuando llegué a mi despacho, los rayos ya entraban por el balcón y alcanzaban a la zona de trabajo, pero aún esperé un rato más sin correr las cortinas, porque al cerrar no sólo oculto el sol, sino también la vista de la preciosa plazuela con jardín y fuente de piedra que se ve desde allí.

La sensación de un leve deslumbre ha persistido todo el tiempo. Las huellas de nuestro encuentro en mi retina. Es mucho sol, el sol, aunque sea naciente.