domingo, 26 de abril de 2009

Asphodelus




¿A que Asphodelus parece el nombre de un personaje de la antigüedad? No sé, un general, un rey, un filósofo, un abad, un historiador, un traidor, un matemático...

Pues no. Es el nombre de una planta. Yo no lo sabía, pero me lo dijo mi botánico particular, cuando vimos las laderas del monte llenas de una especie de vainas resplandecientes al sol del mediodía, que de lejos recordaban a los juncos floridos.



La flor es muy sofisticada, como se ve en la foto que hice con mi compacta. En la otra foto puede verse el porte y cómo crecen por doquier entre los alcornoques, las encinas, los acebuches...

Los acebuches... Ése fue el otro descubrimiento. Yo creía que eran olivos un poquillo montaraces y asilvestrados, pero no, resulta que son árboles diferentes, aunque de la misma familia que el olivo.

Monfragüe: Arriba, los restos del castillo. Abajo, el Tajo. En el medio,el monte vivo, lleno de árboles y de flores. Sobrevolando todo, los buitres leonados y las cigüeñas. Alrededor, el sonido de los pájaros que anidan en los árboles y la maleza.

Esta vez hicimos la "ruta roja". Sale del Puente del Francés, asciende por la ladera norte -la que mira a Castilla-, llega hasta la cumbre, desciende por el sur - las sierras azules de Cáceres al fondo- hasta el el Salto del Gitano, y continúa por una zona muy llana, paralela al Tajo, llena de derrubios espectaculares, para regresar al Puente del Francés. Una ronda de varios kilómetros, subidas y bajadas, que creo que es estupenda para la firmeza de los músculos largos que tenemos de cintura para abajo, sobre todo la de aquellos situados en ese lugar donde la espalda pierde su dulce nombre...


Hace dos o tres semanas estuvimos también por allí, en el inolvidable "Huerto del Almez", un lugar con un árbol singular de muchísimo porte y envergadura. Ya atardecía entonces y el huerto estaba sorprendentemente vacío. "Dos fuentes manaban, madre, en el Huerto del Alméz, cabe el árbol que allí estaba, cabe el árbol que yo alcé...". Me vino a la mente esta especie de jarcha -o lo que sea- que me parece que es una improvisación-elucubración propia, algo más polisémica de lo que me gustaría, surgida por la magia del instante... :P

Volveremos antes de que termine mayo, para hacer la "ruta amarilla", que iniciamos pero que no tuvimos tiempo de completar. Antes de que llegue el calor. Total, no hay que preparar demasiado: bocadillos para dos, agua, fruta, sombreros y los bastones para facilitar la marcha.



(P.D.

Esta entrada es de hace dos o tres semanas: Se me olvidó publicarla. Me queda pendiente contar otra escapada, la del Puente de Mayo. Más larga, más concurrida, pero también también muy íntima).

Fotos: Luc, Tupp and Cool

jueves, 9 de abril de 2009

Stabat Mater

El Stabat Mater es un tema que yo no puedo cantar sin que se me pongan los vellos de punta. La letra es un himmo medieval, sobre el que muchos compositores han escrito obras bellísimas. A mí la que más me emociona es la de Kodaly.


Stabat Mater dolorosa/ Iuxta crucem lacrimosa,/Dum pendebat filius./ Cuius animam gementem / Contristantem et dolentem /Pertransivit gladius…


Al oír la letra, aunque esté en latín, ya te haces una idea de por dónde van los tiros. En internet hay muchas traducciones al castellano. Pero yo quise traducir por mí misma la primera estrofa, con ayuda de un diccionario. “Estaba la madre dolorosa, lacrimosa junto a la cruz de la que pendía su hijo. Cuya alma gimiente, triste y doliente, fue atravesada por la espada…”
Cuando comprendí la letra, me encontré yo misma con los ojos anegados en lágrimas.

Lloré todo lo que no había llorado de chica, cuando en el colegio nos ponían audiovisuales bastante morbosos para incitar la pena y la piedad por el sufrimiento de Jesús en la Pasión. Una vez, nos pusieron a todo volumen un “Sermón de las Siete palabras” bastante sádico. Muchas niñas lloraban, asustadas por los llantos y los gemidos, el ruido de los martillazos al clavar las manos y los pies en el madero, y la voz fantasmagórica del crucificado. Otras, fingían hacerlo, humedeciéndose los ojos y las mejillas con saliva, para simular un rastro de lágrimas, y contrayendo el rostro como si estuviera convulsionado por sollozos. La única niña que permanecía impasible era yo, los ojos secos y el gesto cada vez más adusto, enfadada porque se esperara de mí un dolor de corazón que de ninguna manera sentía.

Los años no me han hecho más piadosa, sino todo lo contrario. Ni más “llorosa”. En ese aspecto, por decirlo con cierta distancia, me muevo en terreno de secano, que roza lo desértico.

¿A qué vinieron esas lágrimas, de fluir manso aunque incontenible? ¿Por qué esa pena? Quizá porque la música y la letra expresaban muy bien la profunda desolación que debió sentir esa mujer de hace dos mil años, al ver el cuerpo exánime de su hijo, que hasta entonces estaba lleno de vida y de juventud. Un cuerpo que había sido roto de forma violenta, matado, destruido. Lloré por ella y por tantas y tantas mujeres que se han visto en una situación similar. Lloré también por mí, para conjurar el dolor y la angustia de verme alguna vez así.

La Dolorosa que a mi tanto me impacta no es una estatua vestida de negro riguroso, tallada por Salcillo, Juan de Juny, Gregorio Fernández o cualquiera de los excelentes escultores que ha dado la imaginería religiosa española. Es una mujer real, que grita desgarrada en el funeral de sus hijos. La imagen ganó el Premio World Press hace unos años.